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Santa Cruz de la Sierra – Lima | Entre Sal, Alturas y Misterios

El camino continúa: motos, altura, fronteras y una pizca de thriller

Santa Cruz de la Sierra

“El tesoro escondido”
Volver a Santa Cruz de la Sierra fue reencontrarse con el calor boliviano, con las motos y con el inicio de una nueva etapa. Las motos nos esperaban impecables en el local de KTM Santa Cruz, donde el gran Chavo Salvatierra, leyenda del Dakar, se encargó personalmente de cambiar cubiertas, hacer servicios y tenerlas listas para salir a rodar. Pero había un problema…

Faltaba algo esencial para que uno de los nuestros pudiera salir: la ropa de Santi había desaparecido. Había quedado lavándose en el hotel meses atrás, pero ahora nadie sabía nada. Esa campera, ese pantalón, las botas… todo lo necesario para poder subir a la moto y emprender camino estaba perdido. Nos mirábamos entre todos: ¿arranca el viaje o no arranca?

El tiempo pasaba y la tensión crecía. ¿Y si se perdió? ¿Y si alguien se la llevó por error? Ya estábamos pensando en planes B y hasta en armarle un equipo nuevo improvisado, hasta que finalmente… nos llaman del hotel y nos dicen que la encontraron. “Está acá, guardada en una bolsa, justo en la habitación que usamos en abril”, nos dicen.

Un alivio que celebramos con risas y cervezas esa misma noche. Y con una cena con el amigo Monin, que vino a saludarnos y darnos el abrazo de despedida.

Santa Cruz de la Sierra → Sucre

“Arranca el viaje… con calma y resaca”
Salimos con algo de resaca, lo admitimos. Pero el entusiasmo de volver a la ruta nos empujó con fuerza. El camino hacia Sucre nos regaló paisajes majestuosos, montañas que se alzaban y curvas perfectas para las motos. Atravesamos Potosí y comenzamos a subir por encima de los 3500 msnm, donde viviríamos los próximos 15 días de aventura.

La escasez de combustible, que ya habíamos notado en abril, ahora era crítica. Cuadras enteras de cola, estaciones cerradas, camiones varados por falta de diésel. Solo conseguíamos nafta preguntando a los locales, esquivando filas y llenando donde se pudiera.

Al llegar a Sucre, la ciudad estaba de fiesta. Se acercaba el bicentenario de la independencia y todo el casco histórico colonial vibraba. Nos alojamos cerca del centro y cenamos en un restaurante ubicado en unas antiguas catacumbas de 1820: luces tenues, música suave, y comida de primer nivel. Un cierre perfecto para un día largo y hermoso.

Sucre → Uyuni

“El espejo del cielo”
Salimos temprano. El frío de la altura empezaba a sentirse, y las motos lo sabían. Pasamos por altitudes que rozaban los 4200 metros, donde cada paso cuesta más y hasta atarse los cordones puede dejarte sin aire. Por suerte ya tomábamos las pastillas para la altura, y solo sufríamos un poco de fatiga si nos movíamos mucho.

Llegar al Salar de Uyuni fue como aterrizar en otro planeta. Un inmenso mar blanco de sal, completamente plano, sin una sola nube en el cielo. La delgada capa de agua reflejaba el firmamento como un espejo, creando una ilusión infinita. Estábamos rodeados de montañas, pero parecía que flotaban. Dimos vueltas con las motos como si fueran jets sobre una pista infinita. Fue un momento de libertad absoluta.

Dormimos en el Palacio de Sal, un hotel literalmente construido con bloques de sal: paredes, techos, muebles. Todo. Hasta las lámparas estaban hechas con cristales de sal. A la noche, lavamos bien las motos (ese salitre es veneno para cualquier fierro), cenamos con un vinito y caímos rendidos.

Uyuni → La Paz

“Mecánica, caos y un gran amigo”
Saliendo del salar, la moto de Santi empezó a fallar. El motor tironeaba, perdía potencia. Sospechamos de la nafta: en Potosí habíamos conseguido un combustible de dudosa procedencia. Probablemente con mugre, o agua, o vaya uno a saber qué. El filtro se había obstruido.

La entrada a La Paz fue una locura. Caótica, ruidosa, un enjambre de colectivos, motos, mercados en las veredas, vendedores ambulantes, semáforos ignorados y bocinas por todos lados. Nos tomó dos horas llegar al hotel, y eso que estábamos a menos de 15 kilómetros.

Contactamos a Dany Nosiglia, referente del motociclismo boliviano y dueño de la agencia KTM/Honda en La Paz. Sin dudarlo, nos recibió de noche, con las puertas abiertas, y se puso a disposición. Sus mecánicos desarmaron la moto, limpiaron el tanque, cambiaron el filtro y dejaron todo perfecto esa misma noche. Tremenda mano nos dio. Gracias eternas, Dany.

Construcción rural en los Andes durante un viaje en moto, mostrando casas de adobe y techos de paja frente a una montaña seca bajo un cielo azul.

La Paz → Copacabana

“Entre balsas y promesas”
La moto ya estaba andando como nueva, aunque la mía seguía con el freno trasero que desaparecía de a ratos. Cosas del camino.

Encaramos hacia Copacabana, en la orilla del lago Titicaca, y para llegar tuvimos que subir a una precaria balsa de madera que cruzaba 1 km de agua. Sin barandas, sin cabos de seguridad. Sentimos que las motos se nos iban al fondo. Apretamos los dientes y cruzamos rezando.

Motocicleta en balsa de madera cruzando el Lago Titicaca durante viaje en moto de Santa Cruz de la Sierra a Lima

El pueblo estaba enfiestado por el bicentenario. Música, banderas, danzas, olor a comida callejera y un caos desorganizado que, de alguna manera, tenía su encanto. Copacabana es sucia, sí, pero tiene alma. Nos fuimos a dormir con una mezcla de nervios y emoción: al otro día cruzábamos a Perú…

Copacabana → …Copacabana

“Escape en la frontera: la tormenta blanca”
La mañana arrancó temprano y con el corazón un poco acelerado. No era para menos: íbamos a cruzar la frontera. El sueño de entrar finalmente a Perú estaba ahí, a un puñado de sellos de distancia. Pero nada es tan fácil a 3900 metros de altura y con motos cargadas en subida. Solo el hecho de calzarte el casco y levantar la pata lateral es un ejercicio olímpico en Copacabana.

La frontera era una escena de película distorsionada: caos de gente, filas de autos, vendedores de frutas, papas fritas, juguetes, perros durmiendo en la vereda, y un sol rajante que parecía burlarse de nuestra ansiedad. Completamos Migraciones sin problema, y eso nos tranquilizó un poco… hasta que llegamos a Aduana.

Ahí se empezó a escribir el capítulo más inesperado de esta etapa.

Los papeles de las motos, que nos dieron al entrar por Villazón meses atrás, tenían validez de 90 días. Nosotros llevábamos 92. Había una prórroga de gracia para pagar multa, pero también la habíamos superado por 2 días. Un detalle. Pero un detalle que significaba que ya no podíamos salir del país.

Nos dijeron que esperemos, que no había jefes en esa oficina, que iban a consultar a La Paz.Tres horas de incertidumbre. Estábamos varados. “No están en Bolivia, pero tampoco están en Perú”, nos dijo una señora con un gorrito andino mientras vendía empanadas. Y tenía razón: éramos náufragos terrestres.

Cuando nos informaron que una camioneta venía en camino a decomisar las motos, el clima cambió. No llovía, pero la tormenta estaba adentro nuestro.

Santi, con temple de acero, se metió entre la muchedumbre y logró que la empleada nos devolviera los pasaportes. Cuando apareció la supervisora, pidió los papeles “para sacarles fotos”. Le dijeron que no se moviera de ahí… pero a los cinco segundos ya estaba afuera conmigo. Me miró y sin decir una palabra, los dos supimos lo que había que hacer.

Nos fuimos.
Cerramos valijas, inflables, mochilas, y empujamos las motos con disimulo entre el gentío. Cara de turistas despistados, poker face. Pasamos los controles como quien va a comprar pan. Y cuando nos dimos cuenta, estábamos de vuelta en Copacabana, con las motos… y con el sueño de Alaska aún vivo.

Copacabana → La Paz

“Plan B: la capital y sus contactos”
Ya sabiendo que la frontera era misión imposible, tocaba replantear la estrategia. El problema era administrativo, así que había que solucionarlo donde están las oficinas centrales: La Paz.

Era 7 de agosto, y Bolivia entera seguía celebrando el bicentenario de su independencia. No un feriado común: feria nacional, desfile, festejo callejero, caos multiplicado. El camino a La Paz otra vez fue un rally de supervivencia urbana: calles tapadas por carpas, puestos, gente con banderas, trompetas y pancartas. Google Maps nos mandaba por el medio del apocalipsis y nosotros, en dos ruedas y con los sueños colgando, avanzábamos como podíamos.

Llegar al hotel fue una hazaña. Ahí ya habíamos activado todos los contactos posibles:
• El Chavo Salvatierra
• Dany Nosiglia
• Monin Camacho
• Willy Aguirre
• Un médico amigo de Rodri en La Paz
• Y hasta un abogado que prometía tener “contactos en Migraciones y Aduana”

Coordinamos con este último para que volara desde Santa Cruz el viernes.

También llamamos al Consulado Argentino en La Paz, que muy amablemente nos dijo que el viernes nos recibirían. Pero hasta entonces, había que esperar. Todo estaba cerrado por los festejos patrios. Solo quedaba tener paciencia… y no mover las motos.

La Paz

“El día D sin abogado”
Viernes. Arrancamos con ilusión. Pero… no hay viaje que no tenga su baldazo de agua fría.

El abogado nos escribe: no pudo llegar al aeropuerto porque no consiguió combustible. Olía a verso, pero no podíamos probarlo. Se comprometió a venir el lunes. Otra espera. Otro finde perdido.

Nos fuimos al Consulado Argentino, donde nos recibió Santiago, el Cónsul General. Tipo macanudo, cálido, curioso, con historias increíbles de la vida en La Paz. Nos escuchó durante más de una hora.Nos explicó las limitaciones legales, y con absoluta honestidad nos dijo que en un caso como el nuestro, nunca había visto una salida fácil ni exitosa por los canales normales.

Y ahí fue cuando nos miramos entre todos y supimos lo que se venía. Nadie lo dijo fuerte, pero todos lo pensamos:

“Solo queda salir por donde nadie sale”.

La Paz → Puno (sábado)

“La ruta fantasma: fuera del mapa”
Ese sábado a la mañana salimos de La Paz con una mezcla de miedo y determinación. Ya no había papeles. Ya no había planes. Solo había una coordenada: llegar a Perú, por la montaña, por donde no hay aduana.

La ruta era impenetrable. Una línea gris entre cerros y abismos, sin señalización, sin huellas claras, sin margen de error. Era una locura de piedras sueltas, precipicios y caminos apenas transitables, y todo eso a más de 4000 metros de altura. Ni Google Maps sabía que existía.

Pero había algo mágico: el paisaje.

Un cielo limpio, sin una nube. Picos nevados a lo lejos. Llamas mirándonos como si fueran centinelas. Y esa sensación de estar caminando el límite entre dos mundos.

Tardamos todo el día. Pero llegamos. Cruzamos. Y cuando tocamos el asfalto del lado peruano, la tensión explotó en una carcajada de alivio.

Ya en Puno, nos instalamos tranquilos. Había sido un día eterno, cargado, difícil. Pero estábamos en Perú. Misión cumplida.

Puno (domingo)

“El oasis escondido”
Nos quedamos en Puno. Era domingo, todo cerrado. No podíamos hacer papeles ni trámites. Así que, por primera vez en días, bajamos la guardia.

El hotel tenía vista al lago. Tomamos masajes. Caminamos por la costanera. Comimos rico. El viento frío del Titicaca nos despejaba la cabeza. Y las motos descansaban también. Todo estaba bien.

Puno → Tilali → Puno (lunes)

“La oficina secreta del altiplano”
Lunes temprano, con el nuevo sol sobre el Titicaca, llamamos un taxi. No queríamos salir con las motos sin papeles. Así que con cara de diplomáticos sin embajada, nos fuimos a la oficina de inmigraciones de Puno. Primer paso para conseguir nuestros papeles… o eso creíamos.

Nos atienden y nos dicen que no se puede hacer la entrada al país ahí, que tenemos que ir a un puesto fronterizo. ¿A cuál? A Khasani.

Y justo ese… quedaba a 800 metros de donde nos habíamos escapado de Bolivia días antes.
No. Ni en pedo.

Volver ahí era exponernos a que nos manden de regreso a Bolivia a “regularizar” y que todo este quilombo vuelva a empezar.
Mirando mapas y satélites, como si estuviéramos armando una fuga de película, encontramos un puesto chiquito al norte del lago, por donde habíamos pasado el sábado. No sabíamos que existía. Pero ahora parecía nuestra única esperanza.

Antes de partir, pasamos por la oficina de Aduana de Puno, sólo para sacar más info… y nos tiran esta perla: “Menos mal que vinieron sin las motos, si no… se las teníamos que decomisar.”

Tremendo déjà vu boliviano. Salimos caminando lo más rápido posible sin levantar sospechas.

Volvimos al hotel, preparamos las motos, 300 kilómetros de montaña nos separaban de Tilali, el pueblito olvidado que podía cambiarnos la suerte.

Bueno, la “suerte” nos volvió a jugar otra pasada. Esta vez no con los papeles, sino con algo más inesperado. Al salir del hotel, Santi iba adelante. A unas 20 cuadras lo pasé (siempre vamos alternando posiciones) y en ese momento me dice por la radio:
—“¡Te falta una valija!”. Miro hacia atrás y efectivamente: la valija derecha había desaparecido.
—“Volvamos a ver si la encontramos”, dijo.

Dimos la vuelta y recorrimos de nuevo esas 20 cuadras hasta el hotel. Había bastante movimiento en la calle, autos y gente caminando, así que las esperanzas de que la valija estuviera ahí intacta eran muy bajas. Y así fue: repasamos todo el trayecto, en especial las lomas de burro y los badenes, donde seguramente se desprendió. Nada. Se perdió. ¡Chau, valija derecha!

Y ahí, el milagro:
En la oficina de migraciones no había nadie. Solo un empleado. Entramos con poker face, le decimos que venimos de Ushuaia y vamos para Alaska. Eduardo, así se llamaba (¡cómo olvidarlo!), nos escuchó. Nos miró. Y, estoy seguro, pensó:
“Estos tipos están viviendo el sueño.” Y nos selló los pasaportes.

Primer round ganado.

Ahora faltaba Aduana. Estaba a 2 kilómetros. Allá fuimos, con la emoción en el pecho. Lo mismo: nadie. Solo Javier. Le dijimos lo mismo. Nos escuchó, nos creyó… y nos hizo los papeles de ingreso de las motos.

¡No lo podíamos creer! Teníamos papeles. Teníamos motos. Teníamos libertad otra vez. Volvimos a Puno, al mismo hotel, para celebrar en la cena y decidir el destino del día siguiente…

Vista desde una motocicleta en carretera rumbo a un lago rodeado de montañas durante un emocionante viaje en moto por Sudamérica.

Puno → Pisac

“Volver a respirar”
Con papeles en mano, el alma volvió al cuerpo. Decidimos encarar hacia Pisac, un pueblito al lado de Cusco, pero mucho más local, místico y tranquilo.

El camino fue como una oración abierta a la cordillera: montañas verdes, curvas perfectas, cielos despejados, y ese aire fresco del altiplano que te pega como vino frío en la cara.

En Pisac nos esperaba Lila, una amiga que nos había pasado Vane. Y nos tenía preparada una experiencia especial: una laguna de altura, chocolates ceremoniales, y conexión ancestral.

Pisac

“Cacao, abuelitas y cumbres”
Desayunamos tranquilos. El ambiente en Pisac es de paz. Y desde que llegamos a Perú, la comida y la hospitalidad son top.

Salimos con las motos hacia la montaña. Teníamos 30 minutos hasta la laguna, pero nos perdimos en una bifurcación y tardamos 50. Mejor: el camino era tan lindo que perderse fue un regalo.

Llegamos a la laguna Kinsa Ccocha, en Paru Paru, a unos 4500 metros. Rodeada de montañas, con un reflejo azul profundo, y ese silencio que hace ruido.

Hicimos un poco de trekking. Lila nos compartió unos chocolates con medicina ancestral. El tiempo se desaceleró. Santi tenía señal y no se desconectó del todo, pero el lugar era tan potente que hasta él se apagó un rato.

Nos sentamos, contemplamos, agradecimos. El viaje, el camino, lo vivido.

En el pueblo, las abuelitas tejedoras seguían trabajando como hace siglos. Misma técnica, misma paciencia, misma sabiduría. Los colores, los diseños: poesía hecha hilo.

Volvimos a Pisac con algo más que kilómetros encima. Un día inolvidable.

Pisac → Puquio

“Bajando del cielo”
Queríamos llegar a Nazca, a solo 600 metros sobre el mar. Veníamos desde los casi 4000 de Pisac. O sea, casi 3500 metros de bajada: la moto iba a ir gastando aire, no nafta.

Pero salimos tarde. El día nos llevó por mesetas eternas a 4200 metros, subidas, bajadas, y un récord personal: 4650 metros sobre el nivel del mar. Increíble.

El aire fino. Las motos andaban bárbaro. Y los mocos se secaban solos.

La temperatura caía con el sol. Nos faltaba una última montaña antes de llegar a Nazca, pero ya oscurecía. Decidimos parar en Puquio, un pueblo serrano perdido entre cumbres.

Buscamos hotel. No había estacionamiento. Así que las motos durmieron en el pasillo, al lado de la habitación. Literal. Como dos caballos vigilando la puerta.

Cenamos cerca. A descansar. Mañana, mar.

Puquio → Lima (y vuelta a Miami)

“Hasta pronto, Perú”
Salimos temprano. El último gran paso de montaña, cerca de 4500 metros, y desde ahí: todo bajada hasta el Pacífico.

A medida que descendíamos, el aire cambiaba. Subía la temperatura, subía la humedad. Miles de curvas. Alguna bifurcación medio engañosa. Santi con sus dilemas internos. Todo el color de la cordillera.

En Nazca, paré en un mirador para ver las famosas líneas. Subí todo el cerro y… no vi nada. Le pregunto al que cobraba qué se ve desde ahí y me dice:
“El Gato.”
¿El qué?

Bajé, miré… un dibujo de un gato que parecía hecho por Nacho cuando era chico.

“¿¡Y para esto me hiciste subir!?” No valía el aire que gasté. Pasé por otros miradores, pero no quise arriesgar otra decepción. Mejor verlas por Google Maps.

Seguimos camino. En Nazca comimos, y después encaramos a Lima.

Antes de llegar, pensé en buscar un dealer Husqvarna para dejar la moto para el próximo service: freno trasero que no funcionaba desde Santa Cruz, cubiertas gastadas…

Encontré uno. Y cuando llegué, me recibió Felipe, un motero de alma, con ese compañerismo universal de la ruta. De esos que saben lo que es viajar, lo que es soñar, lo que es rodar.

Ahí dejamos las motos. Ahí terminó esta etapa.
Pero el camino sigue.

Puesta de sol dorada sobre el Lago Titicaca, un momento de paz después de un largo viaje en moto.

1 Comment

  • Maria José Maestu
    Posted septiembre 23, 2025 at 3:29 pm

    Te amo hermano, hermosa experiencia aunque este tramo nos hizo transpirar a todos será uno de los más recordados

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